BESOS

Eran las 6h00 de la tarde cuando Luigi, su jefe, le pidió ir a la tienda de al lado a comprar un carrete de fotos para irse de viaje. María cogió el monedero de caja, su chaqueta, las llaves y salió en busca del pedido.

Al llegar a la tienda, el dependiente, un señor mayor muy amable, le dijo que ya no le quedaban carretes, pero que podría encontrar en la tienda de fotografía que había en la estación de tren, a 2 manzanas de allí. María, un poco enojada, porque odiaba perder el tiempo con tonterías personales del jefe, se dirigió con paso rápido hacia la estación. Al entrar en el recinto, notó el calor de la calefacción y se quitó la chaqueta, estaba nerviosa, todavía tenía que acabar unos contratos antes de irse a casa y estaba allí, buscando una tienda entre las mil que había, aunque el hombre le había indicado muy bien, no la encontraba, ¡sería posible! ¿Tan difícil resultaba comprar él el carrete de camino a casa? ¿O en el aeropuerto?, pero como siempre, ella tenía que acabar solucionando sus problemas: que si llamadas al médico, comprar regalos de aniversario, dar excusas a su mujer... y todo ¿para qué? Si igualmente no le subía el sueldo, ni tenía un solo detalle con ella... a ver... Benetton, una pizzería, la tintorería donde tenía que ir a recoger la chaqueta gris de paño, el colmado, ¿pero dónde estaba la maldita tienda Fotoline?

De repente, al girar la esquina para seguir buscando en el pasillo lateral, chocó con alguien que iba en dirección opuesta, ¡vaya, lo qué faltaba! Le cayeron el monedero, las llaves y el abrigo, y casi la tira a ella. Se agachó enérgicamente a recoger sus cosas y al levantarse para quejarse, se encontró delante de un chico, alto, moreno, con la mirada más dulce que jamás había visto. Se quedó sin habla, sólo podía mirarle. Sus ojos recorrieron los de él y siguieron, intrigados, todos y cada uno de los rasgos que formaban su cara. Sus labios rosados y carnosos estaban mojados, debía de acabar de beber algo, tenía un vaso de papel en la mano, los pómulos se le dibujaban con las patillas y las cejas, arqueadas, mostraban sorpresa, a la espera de recibir algún comentario imperioso por parte de ella, pero no fue así, ante su asombro, ella desdibujó la furia de su cara y le dedicó una sonrisa tímida y provocativa a la vez. Él se relajó y le pidió disculpas, se miró a sí mismo y se lamentó, se había echado el café por encima, tenía la camisa y la corbata manchadas. Por lo que murmuró a regañadientes, tenía una reunión en una hora y debía cambiarse. Entonces fue ella quién le pidió perdón por el infortunado encuentro, se miraron y se pusieron a reír.

María le ofreció ir hasta la oficina y cambiarse allí, ya que reconocía haber girado la esquina precipitadamente, él, en un principio, desestimó la oferta, pero rápidamente cambió de opinión, ella le gustaba, era rubia, esbelta y tenía una sonrisa preciosa, porqué no intentar algo, había ido de viaje de negocios a Roma ese fin de semana y quién mejor que una linda italiana para enseñarle la ciudad. Juntos buscaron la tienda de fotos, la cual estaba justo delante de ellos y compraron el carrete.

Al llegar a la oficina, Luigi ya no estaba, había dejado una nota encima de la mesa de María, donde le informaba que le habían llamado del bufete de abogados y que antes de ir hacia el aeropuerto debía firmar unos papeles, que ya compraría el carrete por el camino. María, como siempre que pasaban esas cosas, se resignó y guardó el carrete en el segundo cajón de la mesa, a la espera de que algún día se lo pidiese de nuevo.

Ahora estaba allí, con un guapo desconocido, a solas en la oficina, con el que había hablado en inglés y del que sólo sabía que era español y que se llamaba Oscar. Le indicó que el baño estaba al final del pasillo, al lado de la máquina de café. Él se dirigió hacia allí y se encerró dentro. Entonces, ella recordó que, como siempre que Luigi se iba de viaje y el despacho permanecía vacío por 2 ó más días, la llave del agua del baño estaba cerrada. Se acercó a la puerta y se lo dijo al español, indicando dónde estaba la llave. De golpe, la puerta se abrió y él, con aire divertido, le dijo que no había entendido una sola palabra, que no hablaba italiano, que si se lo podía repetir en inglés. Ella se sonrojó, y más cuando se dio cuenta de que él no llevaba camisa, estaba descalzo, sólo vestía los pantalones y los calzoncillos CK que se avistaban al haber desabrochado los botones superiores de la bragueta.

De repente, la situación se volvió un poco incómoda, se quedaron mirando otra vez, como cuando se habían encontrado, era evidente que sentían una fuerte atracción el uno hacia el otro. Él se acercó hacia ella, mirándola fijamente, ella tuvo la intención de dar un paso atrás, pero no se movió, dejó que él siguiera aproximándose hasta notar el calor de su cuerpo en el suyo. Ella sintió el aliento en su cara, el corazón empezó a latirle velozmente y se le erizó el vello cuando él pasó su mano por su cintura y la acercó a él hasta evitar el paso de aire entre sus cuerpos. Ella llevó su cara hasta la de él, le lamió suavemente la boca y empezó a juguetear con los labios hasta que se enroscaron en un apasionado y jugoso beso, donde las lenguas parecían no tener freno. Ella le acariciaba la nuca con una mano, mientras bajaba la otra hasta su entrepierna, estaba muy excitado, le temblaban las manos, que acariciaban su cuerpo sin cesar. María levantó una pierna y él, sujetándola, le permitió alzarse y quedar suspendida en el aire, rodeándole con sus piernas la cintura. Seguían besándose y excitándose, sus pechos, ahora enormes, revelaban, a través de la blusa, unos pezones duros y turgentes deseosos de ser acariciados con deseo y lujuria.

Se miraron, él respiraba ruidosamente, con la mirada le preguntó qué debían hacer, ella le indicó que entrara en una habitación contigua. Era la sala de reuniones, con una enorme mesa y doce butacas. Él, de una patada, apartó la butaca primera y la sentó encima de la mesa, empezó a desnudarla, dejando al descubierto el sujetador color marfil de puntas redondeadas. Ella se tumbó y se desabrochó los pantalones, que él le quitó junto con las bragas. María se alzó, quedando sentada, con las piernas abiertas ante él, pero Oscar no se lo permitió, apoyando sus dedos en el mentón de ella la hizo tumbar de nuevo, mientras repasaba su cuerpo con los dedos desde la boca hasta los muslos. Volvió a subir las manos hasta los hombros, le bajó las tiras del sujetador y cogiendo con decisión sus pechos empezó a besarla, lamerla, tocarla, acariciarla... ella se estremeció, sentía la humedad entre sus piernas, deseaba que él la poseyera, quería sentir su miembro dentro de ella, pero él la quería llevar hasta el deseo más absoluto. Empezó a bajar la cabeza hasta ponerla entre sus piernas e introdujo su lengua entre sus labios, masajeando el clítoris en círculos cada vez más grandes. María tumbada, alzó una mano hasta ponerla encima de la cabeza de él, mientras con la otra se acariciaba un pecho, no podría resistir, gemía disonantemente, estaba tremendamente húmeda, notaba su cuerpo palpitar al ritmo que él marcaba, su cintura, sudada, se elevaba lentamente, moviéndose arriba y abajo, al tiempo que sus piernas empezaban a temblar, notaba como la lengua se movía una y otra vez en distintas direcciones, quería coger algo, pero no había nada, sus manos se abrían y cerraban acariciando la mesa, cada vez estaba más ida, controlaba menos su cuerpo y dejándose llevar por su ardor, entregó su cuerpo al deseo hasta llegar al orgasmo. Unió sus rodillas unos segundos mientras recobraba el sentido y él le besaba las piernas.

Oscar puso sus manos sobre las rodillas de María, le separó las piernas, la cogió por las caderas y la deslizó hasta el margen de la mesa, se desabrochó los 2 botones que le quedaban de los pantalones y se los bajó, al igual que los calzoncillos. A María le excitó verle erecto, él se agachó, cogió un condón de la cartera que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón y se lo puso. Ella se irguió encima de la mesa y mientras empezaban a besarse de nuevo, él la penetró lentamente, hasta el fondo, notando el calor húmedo dentro de ella y sus pechos marcando un recorrido imaginario alrededor de los de él.

Con cada penetración aceleraban el movimiento, cada vez más sentido. Estaban sudados, húmedos, excitados, pasionales. Sus cuerpos quedaban marcados en la mesa, dibujando un baile lujurioso cada vez más fogoso. María con las piernas flexionadas, apoyaba el talón en las nalgas de él, empujando, apremiando el ritmo, hasta encontrar el compás perfecto, entonces, llevados por el deseo, se brindaron el uno al otro y gimiendo como locos, él la penetró fieramente, una y otra vez hasta perder la razón y, llegando al orgasmo, desfalleció encima de ella, dejando que le abrazara, mientras seguían notando las palpitaciones de sus cuerpos todavía unidos.

Oscar se levantó, le dio un beso en la barriga y se fue al baño. Mientras, María, permaneció unos minutos tumbada encima de la mesa, satisfecha, luego, se levantó y se vistió. Cuando salió de la sala de reuniones le llamó, pero él no contestó, le buscó por toda la oficina, pero no estaba. Encima de su mesa encontró una tarjeta, con un nombre y un teléfono... ¿le llamaría?



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